Hace más de treinta años, la
pintora Cecilia Porras pintó un payaso de tamaño natural en el revés de la
puerta de una cantina del barrio de Getsemaní, muy cerca de la calle tormentosa
de la Media Luna, en Cartagena de Indias, pintó con la brocha gorda y los
barnices de colores de los albañiles que estaban reparando la casa, y al final
hizo algo que pocas veces hacía con sus cuadros: firmó. Desde entonces, la casa
donde estaba la cantina ha cambiado muchas veces: la he visto convertida en
pensión de estudiantes con oscuros aposentos divididos con tabiques de cartón,
la he visto convertida en fonda de chinos, en salón de belleza, en depósito de
víveres, en oficina de una empresa de autobuses y, por último, en agencia
funeraria.
Sin embargo, desde la primera vez en que volví a Cartagena al cabo de casi diez años, la puerta había sido sustituida. La busqué en cada viaje, a sabiendas de que las puertas de esa ciudad misteriosa no se acaban nunca, sino que cambian de lugar, y hace poco la volví a encontrar instalada como en su propia casa en un burdel de pobres del barrio de Torices, donde fui con varios de mis hermanos a rescatar nuestras nostalgias de los malos tiempos. En el revés de la puerta estaba el payaso pintado. Como era apenas natural, la compramos como si fuera un puro capricho de borrachos, la desmontamos del quicio y la mandamos a casa de nuestros padres en una camioneta de alquiler que nunca llegó. Pero no me preocupé demasiado. Sé que la puerta intacta está por ahí, empotrada en algún quicio ocasional, y que el día menos pensado volveré a encontrarla. Y otra vez a comprarla.
Sin embargo, desde la primera vez en que volví a Cartagena al cabo de casi diez años, la puerta había sido sustituida. La busqué en cada viaje, a sabiendas de que las puertas de esa ciudad misteriosa no se acaban nunca, sino que cambian de lugar, y hace poco la volví a encontrar instalada como en su propia casa en un burdel de pobres del barrio de Torices, donde fui con varios de mis hermanos a rescatar nuestras nostalgias de los malos tiempos. En el revés de la puerta estaba el payaso pintado. Como era apenas natural, la compramos como si fuera un puro capricho de borrachos, la desmontamos del quicio y la mandamos a casa de nuestros padres en una camioneta de alquiler que nunca llegó. Pero no me preocupé demasiado. Sé que la puerta intacta está por ahí, empotrada en algún quicio ocasional, y que el día menos pensado volveré a encontrarla. Y otra vez a comprarla.
Eso es lo que más me ha fascinado
siempre de Cartagena: el raro destino de sus casas y de sus cosas. Todas
parecen tener vida propia, tanto más cuanto más muertas parecen, y van
cambiando de forma y de utilidad en el tiempo, mudándose de sitio y de oficio mientras
sus dueños pasan de largo por la vida sin demasiado ruido.
Es una magia de origen. Nadie se ha
sorprendido nunca de que la casa más bella de la ciudad haya sido el tremendo
palacio de torturas de la Inquisición, que las cárceles tenebrosas de la colonia
estén ahora convertidas en alegres bazares de artesanía, y que haya un
restaurante de pescado en la que fuera la mansión -de lujo del marqués de
Valdehoyos. De modo que hay que considerar como la cosa más natural del mundo
que el Museo de Arte Moderno -al cabo de innumerables peripecias de la casa y
de los cuadros- haya encontrado por fin su sitio en las antiguas bodegas
coloniales del puerto.
Vivir al revés
Por la época en que Cecilia Porras
pintó el payaso detrás de la puerta, tuve una relación de casualidad, pero muy
asidua y grata, con ese edificio en abandono. Yo daba mis primeros pasos de
periodista en El Universal, que acababa de fundarse a muy pocas cuadras de
allí, y lo primero que aprendí del oficio fue la mala costumbre de vivir al revés:
durmiendo de día y trabajando de noche.
En la madrugada, cuando se paraba
el rumor de llovizna de los teletipos, me iba con los linotipistas a las
bodegas del puerto, cuyo celador insomne era el único amigo dispuesto a
recibirnos a esa hora. Allí permanecíamos hasta el amanecer, tomando aquel ron
de caña que parecía de fósforo vivo, y escuchando las historias fantásticas del
celador.
Desde el lugar en que nos
sentábamos a conversar veíamos el muelle de los Pegasos, con sus veleros de
mala muerte, que iban resucitando a medida que aumentaba la madrugada. Nunca
podré olvidar en el resto de mi vida aquellos amaneceres irreales de mi
juventud; siempre recordaré qué tristes nos quedábamos cuando las goletas se
iban, me acordaré del loro que adivinaba el porvenir en la casa de camas
alquiladas de Matilde Arenales, de las jaibas que se salían caminando de los
platos de sopa que servían en las fondas de maricas del mercado, del viento de
tiburones, los tambores remotos, la luz amarga de los primeros días de abril,
mientras el celador nos contaba sin cansancio la historia de la casa. Pues ése
era su tema único: la historia de la casa. Golpeando las paredes con el puño,
detectaba puertas tapiadas, arcadas con columnas y capiteles escondidos, como
si aquella no fuera una sola casa, sino un sistema de muchas casas superpuestas
a través de los años. Más tarde, había de darme cuenta de que sus historias
eran falsas, pero no me sentí defraudado, sino todo lo contrario, porque sus
fábulas eran mejores que la realidad. Fue él quien me habló de una esclava
fascinante por la cual un rico de la época había pagado su peso en oro, y había
tenido que matarla para librarse de su hechizo. "Está enterrada
aquí", decía, golpeando un vacío en el muro. Me contó que, durante el
sitio de Vernón, los habitantes de la ciudad habían capturado una patrulla de
ingleses que trataban de infiltrarse por el lado de tierra, y fueron
descuartizados, asados y devorados por los soldados de la plaza. Fue él quien
me habló por primera vez de Blacamán, mitad mago, mitad bandido, que fue
llevado a Cartagena, nadie supo de dónde, para embalsamar a un virrey que murió
ahogado en un aljibe mientras estaba de paso por la ciudad. Blacamán lo había
embalsamado tan bien, que el virrey muerto siguió gobernando mejor que cuando
estaba vivo, y así se supo mantener el orden entre los esclavos alzados y los
blancos codiciosos, hasta que llegó el nuevo virrey e impuso el orden a sangre
y fuego.
Ya por esa época, algunos de los
cuadros que habían de estar colgados en esos muros estaban a punto de ser
pintados. Cecilia Porras pintaba en. la terraza de su casa de Manga, mirando
hacia un patio sombreado por los palos de mango y matas de guineo, pero los
cuadros que pintaba no estaban inspirados en el patio, sino en otros rincones
de la ciudad, con una luz distinta que ella misma inventaba.
Pocos años después conocí a Enrique
Grau, a la salida de un cine, en Bogotá, durante mucho tiempo no hicimos otra
cosa que contarnos los argumentos completos de las películas que ya habíamos
visto, hasta que descubrimos por casualidad que era él quien había ilustrado el
primer cuento que yo publiqué en mi vida, y que ése era, además el primer
cuento que él había ilustrado en la suya. Grau vivía en un apartamento por
cuyas ventanas posteriores se veía el cementerio, y donde hacíamos unas fiestas
ruidosas en cuyos silencios casuales escuchábamos el rumor de los muertos
pudriéndose en el patio. Eduardo Ramírez Villamizar, en cambio, quien me hizo
el gran favor de ilustrar un folleto de publicidad que yo había escrito por
necesidad, vivía en una casa de la perseverancia mucho antes de que vivir en la
perseverancia estuviera de moda, y era una casa grande y desnuda sin más
muebles que un catre de penitente y un caballete de pintar. Alejandro Obregón,
a quien yo había conocido antes en Barranquilla, en el burdel poblado de
tortugas y alcaravanes de Pilar Ternera, iba por esos días a Bogotá. Una tarde
me dijo que iría a dormir en mi cuarto, y como el timbre estaba descompuesto,
le dije que me despertara con una piedrecita en el vidrio de la ventana.
Obregón tiró un ladrillo que encontró en una construcción vecina, y yo desperté
cubierto con una granizada de vidrio. Pero él entró sin ningún comentario, me
ayudó a sacar un colchón que guardaba debajo de mi cama para los peregrinos
trasnochados, y se tendió a dormir en el suelo, sin más cobijas que la bufanda
de seda italiana que llevaba en el cuello, y con los brazos cruzados sobre el
pecho como las estatuas yacentes de las viejas catedrales. Se despertó muy
temprano y, con sus intensos ojos de agua fijos en el cielo raso, dijo:
-Eritreno. ¿Qué significa eritreno?
-No sé -le dije-, pero algún día
encontraré dónde ponerla.
Necesité más de veinte años para
encontrar un sitio donde colgar esa palabra enigmática en una de mis novelas
más recientes. Casi tanto tiempo como el que necesitaron los cuadros del Museo
de Arte Moderno de Cartagena para encontrar un muro donde quedar colgados para
siempre. Ahora lo tienen. Sin embargo, aún sigue faltando un cuadro: un payaso
pintado detrás de una puerta.
Tomado de: El País
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