Por: Osmen Wiston Ospino Zárate
La
guerra en Colombia es popular y da votos. Genera respaldos políticos y
discursos salpicados de guerrerismo. El poder electoral y económico sabe que la
confrontación bélica produce dividendos financieros, propicia angustia en las
personas, promueve la venta de tierras a bajos precios y arroja a los más
vulnerables a los semáforos de las grandes ciudades. Los votos ya no necesitan
estar soportados en las mejoras paulatinas de la educación, la eficiencia de
los servicios de salud o la restitución de las fincas expoliadas por los
pontífices de la motosierra. Los votos están cada vez más cerca y salen mucho
más baratos que antes de la guerra: están al pie de los semáforos.
Basta
con escuchar a Paloma Valencia, flamante senadora del partido Centro
democrático, una empresa electoral que parece una cofradía de personajes
sedientos de sangre cuyo mayor alimento es el odio, ametrallar con sevicia todo
aquello que signifique libertades, justicia transicional, derechos, paz, etc.
Basta
escuchar a Oscar Iván Zuluaga, un político gris y nefasto que está a las
puertas de ocupar la presidencia del país, haciendo ondear las banderas de la
guerra y el ruido aterrador de la motosierra, como parte esencial de su
discurso retrógrado, pero efectivo para un pueblo, que pide con desmesura que
la sangre de sus hijos siga siendo derramada en los campos y ciudades de
Colombia, no a nombre de la paz, sino de la seguridad democrática.
Y
José Obdulio Gaviria, Fernando Londoño, Alejandro Ordoñez; el Procurador de la
república, María Fernanda Cabal; la que nunca leyó a Gabo, pero si a Nicolás
Maquiavelo, esa que es hincha furibunda de Adolfo Hitler, Plinio Apuleyo
Mendoza, el columnista y Álvaro Uribe Vélez; el soberbio sacerdote de ese sucio
apostolado que denominan despóticamente: estado de opinión, piensan lo mismo.
Cómo
se entiende o cómo se explica a cualquier ciudadano colombiano medianamente
inteligente o a un extranjero que llega al país obnubilado por la propaganda:
<Colombia el riesgo es que te quieras quedar>, que el desplazamiento
forzado, las chuzadas, los falsos positivos, la fumigación de cultivos
campesinos con glifosato, el crimen obcecado contra los sindicalistas, la
persecución masiva a opositores, la violación sostenida de los derechos humanos
goce de popularidad y ese respaldo se traduzca en cerca de 6 millones de votos,
endosados sin ningún ápice de racionalidad a los representantes de la extrema
derecha más recalcitrante de América
latina.
No
quedan dudas, ahora sí, que las últimas elecciones presidenciales en Colombia,
más que un ejercicio de participación ciudadana, en beneficio de una democracia
sólida y civilista, podría denominarse un test sobre el estado mental de
nuestros compatriotas.
Se
debe admitir por razones tristemente entendibles que los colombianos estén
interesados en escuchar un cúmulo de mentiras, perfectamente maquilladas de
propuestas sobre Educación, salud,
empleo y seguridad. Y que el discurso de la paz les parezca lejano, utópico y
relacionado íntimamente con el terrorismo de los grupos insurgentes o con la
debilidad del gobierno que intenta conseguir ese bien vital que aún añoramos
para todos.
Es
obvio: cuando la guerra ha sido alimentada por más de 100 años por una clase
política y gremial que se beneficia de sus frutos degradantes y los muertos los
siguen colocando los pobres, jugando en cualquiera de los 2 bandos (legales o
ilegales), la melodía de la miseria será hoy y siempre la medida exacta de
nuestra realidad.
La situación política en el país ha llegado a
tales niveles de desesperanza e indiferencia social, que solo ejercen sus
derechos políticos el 40% de la población apta para votar.
Los
violentos en su soberbia saben con certeza que las siguientes frases, que ya
hacen parte del vocabulario personal de los colombianos los va a mantener
atornillados al poder por siempre: “los
políticos todos son unas ratas”, vote o no vote mañana debo seguir trabajando”,
“hay que votar por el que va a ganar”, “hay que votar por Uribe pues de esa
manera ya podemos viajar por carretera y visitar las fincas”.
El
significado y el sentido de las premisas anteriores repetidas cientos de veces
por los pobres que eligen a los ricos y los ricos que se eligen a si mismo son
la base fundamental para que los violentos de cualquier talante sigan mostrando
su mejor sonrisa en las tarjetas electorales.
Para
que a fuerza de convertirlas hábilmente en un estribillo mecánico y absurdo,
mentira obscena al fin y al cabo, hoy sea una verdad que nos empobrece, nos
envilece y nos bestializa frente a nuestros hijos y nos convierte en receptores
de la burla artera y la lástima peyorativa de la mayoría de los países
civilizados del mundo.
Colombia
como hace más de 100 años parece empecinado en elegir la guerra, la miseria, la
corrupción y los odios para sus niños y jóvenes. La propaganda de la extrema
derecha, vía alienación ideológica, no escatima esfuerzos para seguir
arrancándoles a las familias humildes y a las Instituciones educativas de
pésima calidad a las futuras víctimas de la guerra que se avecina.
Los
lápices, los poemas, los libros y los proyectos de investigación volverán a ser
propiedad absoluta de una pequeña élite de privilegiados que han de gobernar el
futuro inmediato del país.
La
mágica música de la metralla, la elegía perversa de la motosierra, la oda
anestesiante de las minas antipersona, la ceremonia fastuosa de las mini uzi y
el desfile perpetuo de los falsos positivos tienen nombre propio, cédula de
ciudadanía en plena vigencia, dirección, Facebook y correo electrónico y un
único apellido: pobres. De ingreso económico, pero lo que es peor, de
mentalidad.
Y,
saben que es lo peor: que ante la posibilidad cada vez más concreta y realista
de que los violentos sigan gobernando éste hermoso país, haya que votar por
aquel que hipócritamente ofrezca al final del negro túnel de la desesperanza,
ni siquiera la paz, sino un mísero intento. Sólo eso.
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