Hace varias semanas un grupo de periodistas de la prensa
internacional montan guardia frente a la casa de Gabo en Mexico, parece que
esperan el desenlace fatal de la vida del único nobel colombiano. La noticia de
su enfermedad ha ocupado titulares en grande en la primera página de los diarios
más prestigiosos del mundo, las cadenas de Tv mundial han reseñado la noticia,
pero como todo lo que tiene que ver con el genio de las letras latinoamericano,
su enfermedad y los últimos días de su vida transcurren en el enigma, en lo
cabalístico, en lo callado, a veces en lo inesperado.
La enfermedad del Nobel, me ha llevado a recordar cómo
conocí de su existencia. En el año 70
ingresé al único colegio de secundaria de mi pueblo y ahí en uno de los
estantes que había en la rectoría vi un tomo de Cien años de soledad, pero
habían varios inconvenientes que no permitían que los alumnos leyéramos la
obra, uno de ellos era que esos libros no estaban para ser leídos por los
alumnos, segundo entrar a la rectoría requería de un protocolo de compostura
casi inalcanzable para nosotros, jóvenes pueblerinos y el último y quizás el
insalvable: Cien años de soledad era una edición en inglés y nosotros apenas
empezábamos a pronunciar el alfabeto anglosajón.
En ese entonces leíamos a escondidas a José María Vargas
Vila, nos deleitábamos con Aura o las violetas, discutíamos El Minotauro,
imitábamos el aforismo de La voz de las horas, y releíamos Flor de fango, el
profesor de castellano no se enteraba de esto, pues estaba empecinado en que
leyéramos Platero y yo, un asno diferente a nuestros burros, pues este tenía
unos gustos refinados de comida, mientras los nuestros solo comían yerbas en la
sabana. Por ese entonces nos deleitábamos con los versos de Julio Flórez, La
amada inmóvil de Amado Nervo y comenzábamos a leer a Neruda. Fue la época de la
lectura política, también a escondidas, leimas la Economía política de Nikitin,
El manifiesto del Partido Comunista, alguna propaganda pro rusa y pro cubana,
Uribe no había inventado “el Castro chavismo.”
Por esa época con una edad de quince años, leyendo
literatura de izquierda, entre Bakunin, Nicolai Ostrovski, descubrimos a Dostoyevski,
Tolstói, Chejóv y otros que nos condujeron hacia otras lecturas europeas Balzac,
Bocaccio, Kafka, Voltaire y tantos otros, para de último saborear a los
latinoamericanos, sobre todo con el hijo de Aracataca y descubrir su magia y su
genio.
Volviendo a la enfermedad del nobel, pienso que en su
lecho de enfermo se recrean pasajes memorables de su obra y que esos
periodistas internacionales deben estar inquietos esperando el desenlace, pero
Gabo, al igual que Nabo, se da su tiempo, pues también quiere hacer esperar a
los ángeles. A lo mejor el genio espera que algún periodista osado se cuele en
su casa y lo visite en su lecho de enfermo, para al igual que el coronel
Aureliano Buendía, cuando le pregunte ¿Cómo está? Darse el lujo de contestar
“Esperando que pase mi entierro.” Y a lo sumo remate como Melquiades cuando
José Arcadio le indagaba sobre los códices y la única respuesta que obtuvo fue:
“He alcanzado la inmortalidad.”
De todas maneras, Gabo al igual que Úrsula se ha dado
cuenta que “Dios comenzó a hacer los meses y los años con las mismas trampas
que hacían los turcos al medir una yarda de percal” pues ahora los días le
parecerán más cortos y por tanto no podrá hacer que su magia se realice en las
cuartillas que antes solía escribir, y festejará gozoso la ocurrencia de Alvaro
cuando dijo que “la literatura fuera el mejor juguete que se había inventado
para burlarse de la gente”.
Tal vez en su lecho de enfermo, piense que estuvo bien su
exilio en México, ese país que le dio cobijo cuando tuvo que salir de Colombia,
huyendo a la represión que Turbay había desatado contra los intelectuales de
izquierda: él salió huyendo de los caballos de Usaquén.
Este Gabo que siempre he admirado, el mismo que perdió
brillo ante mis ojos por algunos años, cuando apoyó a Pastrana a la
presidencia, al que luego perdoné (como si mi perdón le importara un bledo),
ese caribe inmortal, ese cataquero vivo, genial, inmenso, ese hijo del
telegrafista, que puso al mundo a leer las historias que solo ocurrían en la
costa caribe de Colombia, ese mismo que jodió por siempre a los costeños, pues
ya nadie más puede hablar como costeño en sus escritos, pues corre el riesgo de
ser tildado de estarlo imitando.
Ese periodista putañero que aún no muere, el
mismo que aunque muera, seguirá vivo en la conciencia colectiva de la humanidad
y algún día vendrá a mi pueblo a escuchar el manatí que hizo Dios y que puso en
los playones de Tamalameque solo para despertar a Fermina Daza.
La señal de su muerte está escrita en Cien Años de
Soledad y el mundo se dará cuenta de ella cuando el enjambre de mariposas
amarillas sobrevuele ciudad de México y se posen en las ruinas arqueológicas
del Templo Mayor de los Aztecas, en ese momento sabrá el mundo que ese costeño
macondiano ha dejado su existencia física para trascender a la inmortalidad.
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