Gabriel García Márquez
retrata sus preocupaciones ante la máquina de escribir en uno de sus artículos
en EL PAÍS de 1982
Me preguntan con frecuencia qué es lo
que me hace más falta en la vida, y siempre contesto la verdad: "Un
escritor". El chiste no es tan bobo como parece. Si alguna vez me
encontrara con el compromiso ineludible de escribir un cuento de quince
cuartillas para esta noche, acudiría a mis incontables notas atrasadas y estoy
seguro de que llegaría a tiempo a la imprenta.
Tal vez sería un cuento muy
malo, pero el compromiso quedaría cumplido, que al fin y al cabo es lo único
que he querido decir con este ejemplo de pesadilla. En cambio, no sería capaz
de escribir un telegrama de felicitación ni una carta de pésame sin reventarme
el hígado durante una semana. Para estos deberes indeseables, como para tantos
otros de la vida social, la mayoría de los escritores que conozco quisieron
apelar a los buenos oficios de otros escritores. Una buena prueba del sentido
casi bárbaro del honor profesional lo es sin duda esta nota que escribo todas
las semanas, y que por estos días de octubre va a cumplir sus primeros dos años
de sociedad. Sólo una vez ha faltado en este rincón, y no fue por culpa mía:
por una falla de última hora en los sistemas de transmisión. La escribo todos
los viernes, desde las nueve de la mañana hasta las tres de la tarde, con la misma
voluntad, la misma conciencia, la misma alegría y muchas veces con la misma
inspiración con que tendría que escribir una obra maestra. Cuando no tengo el
tema bien definido me acuesto mal la noche del jueves, pero la experiencia me
ha enseñado que el drama se resolverá por sí solo durante el sueño y que
empezará a fluir por la mañana, desde el instante en que me siente ante la
máquina de escribir. Sin embargo, casi siempre tengo varios temas pensados con
anticipación, y poco a poco voy recogiendo y ordenando los datos de distintas
fuentes y comprobándolos con mucho rigor, pues tengo la impresión de que los
lectores no son tan indulgentes con mis metidas de pata como tal vez lo serían
con el otro escritor que me hace falta. Mi primer propósito con estas notas es
que cada semana les enseñen algo a los lectores comunes y corrientes, que son
los que me interesan, aunque esas enseñanzas les parezcan obvias y tal vez
pueriles a los sabios doctores que todo lo saben. El otro-propósito -el más
difícil- es que siempre estén tan bien escritas como yo sea capaz de hacerlo
sin la ayuda del otro, pues siempre he creído que la buena escritura es la
única felicidad que se basta de sí misma.
Esta servidumbre me la impuse porque
sentía que entre una novela y otra me quedaba mucho tiempo sin escribir, y poco
a poco -como los peloteros- iba perdiendo la calentura del brazo. Más tarde,
esa decisión artesanal se convirtió en un compromiso con los lectores, y hoy es
un laberinto de espejos del cual no consigo salir. A no ser que encontrara, por
supuesto, al escritor providencial que saliera por mí. Pero me temo que ya sea
demasiado tarde, pues las tres únicas veces en que tomé la determinación de no
escribir más estas notas me lo impidió, con su autoritarismo implacable, el
pequeño argentino que también yo llevo dentro.
La primera vez que lo decidí fue
cuando traté de escribir la primera, después de más de veinte años de no
hacerlo, y necesité una semana de galeote para terminarla. La segunda vez fue
hace más de un año, cuando pasaba unos días de descanso con el general Omar
Torrijos en la base militar de Farallón, y estaba el día tan diáfano y tan
pacífico el océano que daban más ganas de navegar que de escribir. "Le
mando un telegrama al director diciendo que hoy no hay nota, y ya está",
pensé, con un suspiro de alivio. Pero no pude almorzar por el peso de la mala
conciencia y, a las seis de la tarde, me encerré en el cuarto, escribí en una
hora y media lo primero que se me ocurrió y le entregué la nota a un edecán del
general Torrijos para que la enviara por télex a Bogotá, con el ruego de que la
mandaran desde allí a Madrid y a México. Sólo al día siguiente supe que el
general Torrijos había tenido que ordenar el envío en un avión militar hasta el
aeropuerto de Panamá, y, desde allí, en helicóptero, al palacio presidencial,
desde donde me hicieron el favor de distribuir el texto por algún canal
oficial.
La última vez, hace ahora seis meses,
cuando descubrí al despertar que ya tenía madura en el corazón la novela de
amor que tanto había anhelado escribir desde hacía tantos años, y que no tenía
otra alternativa que no escribirla nunca o sumergirme en ella de inmediato y de
tiempo completo. Sin embargo, a la hora de la verdad, no tuve suficientes
riñones para renunciar a mi cautiverio semanal, y por primera vez estoy
haciendo algo que siempre me pareció imposible: escribo la novela todos los
días, letra por letra, con la misma paciencia, y ojalá con la misma suerte con
que picotean las gallinas en los patios, y oyendo cada día más cerca los pasos
temibles de animal grande del próximo viernes. Pero aquí estamos otra vez, como
siempre, y ojalá para siempre.
Ya sospechaba yo que no escaparía
jamás de esta jaula desde la tarde en que empecé a escribir esta nota en mi
casa de Bogotá y la terminé al día siguiente bajo la protección diplomática de
la embajada de México; lo seguí sospechando en la oficina de Telégrafos de la
isla de Creta, un viernes del pasado julio, cuando logré entenderme con el
empleado de turno para que transmitiera el texto en castellano. Lo seguí
sospechando en Montreal, cuando tuve que comprar una máquina de escribir de
emergencia porque el voltaje de la mía no era el mismo del hotel. Acabé de
sospecharlo para siempre hace apenas dos meses, en Cuba, cuando tuve que
cambiar dos veces las máquinas de escribir porque se negaban a entenderse
conmigo. Por último, me llevaron una electrónica de costumbres tan avanzadas
que terminé escribiendo de mi puño y letra y en un cuaderno de hojas
cuadriculadas, como en los tiempos remotos y felices de la escuela primaria de
Aracataca. Cada vez que me ocurría uno de estos percances apelaba con más
ansiedad a mis deseos de tener alguien que se hiciera cargo de mi buena suerte:
un escritor.
Con todo, nunca he sentido esa
necesidad de un modo tan intenso como un día de hace muchos años en que llegué
a la casa de Luis Alcoriza, en México, para trabajar con él en el guión de una
película.
Lo encontré consternado a las diez de
la mañana, porque su cocinera le había pedido el favor de escribirle una carta
para el director de la Seguridad Social. Alcoriza, que es un escritor
excelente, con una práctica cotidiana de cajero de banco, que había sido el
escritor más inteligente de los primeros guiones para Luis Buñuel y, más tarde,
para sus propias películas, había pensando que la carta sería un asunto de
media hora. Pero lo encontré, loco de furia, en medio de un montón de papeles rotos,
en los cuales no había mucho más que todas las variaciones concebibles de la
fórmula inicial: por medio de la presente, tengo el gusto de dirigirme a usted
para... Traté de ayudarlo, y tres horas después seguíamos haciendo borradores y
rompiendo papel, ya medio borrachos de ginebra con vermouth y atiborrados de
chorizos españoles, pero sin haber podido ir más allá de las primeras letras
convencionales. Nunca olvidaré la cara de misericordia de la buena cocinera
cuando volvió por su carta a las tres de la tarde y le dijimos sin pudor que no
habíamos podido escribirla. "Pero si es muy fácil", nos dijo, con
toda su humildad. "Mire usted". Y entonces empezó a improvisar la
carta con tanta precisión y tanto dominio que Luis Alcoriza se vio en apuros
para copiarla en la máquina con la misma fluidez con que ella la dictaba. Aquel
día -como todavía hoy- me quedé pensando que tal vez aquella mujer, que
envejecía sin gloria en el limbo de la cocina, era el escritor secreto que me
hacía falta en la vida para ser un hombre feliz.
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