Por: Osmen Wiston Ospino Zárate
Joaquín Villalobos, ex guerrillero Salvadoreño,
con una amplia y reconocida trayectoria mundial en asesorías sobre la solución
de conflictos armados, por la vía civilista del diálogo, afirma en una
entrevista con María Jimena Duzán “que en
todos los procesos de paz hay que tragarse una alta dosis de impunidad. Esas
son las realidades en que hay que moverse. Si este centro donde vive la
Colombia sofisticada, quiere pacificar a esta Colombia periférica y salvaje,
con su imaginario de justicia, no va a haber paz. Pero además, hay que tener en
cuenta que también están los pecados del Estado. También hay elementos de la
fuerza pública que están procesados. De lo que se trata es de ver de qué manera
Colombia se reconcilia y acepta todas sus culpas con relación al pasado”.
Estas experiencias significativas de personajes
que han sufrido la vorágine de la guerra y de países que han visto rezagado el
futuro de sus niños y jóvenes a nombre de la seguridad democrática, son para
los sacerdotes de la violencia, apreciaciones terroristas de una izquierda
trasnochada o de un comunismo ateo internacional, que trata de desestabilizar a
los gobiernos de extrema derecha en América latina.
Pero hay una Colombia periférica y salvaje, donde
los niños y jóvenes no aprenden a leer y a escribir, ni se inmutan con los
resultados de las pruebas PISA, compatriotas que se mueren en las puertas de
los puestos de salud, sin saber que es la ley 100 o que significa esa sigla
reluciente que suena a melodía sepulcral y que denominan chistosamente: EPS. Es
guerra contante y sonante propiciada por los autores de la Ley y los dueños de
las EPS. Los mismos con las mismas.
Una Colombia que presta sus hijos para una guerra
que beneficia y disfrutan los politiqueros, los empresarios y los ricos como si
se tratara de un videojuego de contenido violento, solo que para los hijos
ajenos, es una realidad espeluznante y sanguinaria. Para los que están detrás
de los escritorios es una película más de los buenos contra los malos.
Pero hay otra Colombia centralista y sofisticada,
donde los niños y jóvenes se preparan para ser Presidentes, Gobernadores,
Alcaldes o Ministros como si esos cargos hicieran parte indisoluble de su
material genético. Para ellos la guerra es un negocio rentable; porque engendra
corrupción, clientelismo, poder y muchísimo dinero. Saqueadores del erario
público y ratas de cuello blanco son los sinónimos efectivos para nombrar a
estos pontífices del delito.
Los hijos ajenos deben pagar el servicio militar
no para ser considerados héroes de la patria, sino porque la libreta se
convirtió de la noche a la mañana en una obligación inexcusable para la vida
laboral. Los hijos de papi y mami la compran sin ruborizarse o se visten de
soldados para que las revistas light los muestren como ejemplos a seguir.
Para Martin Santos el uniforme del ejército es un
disfraz para una fiesta de Halloween, para los hijos ajenos es muerte emocional
o desconfianza social en su máxima expresión. Más aditamentos funestos de la guerra,
incluso.
La pregunta que se deben hacer las madres y
padres de esos hijos que van a la guerra enfundados en cualquiera de los
vistosos uniformes militares, que a la luz de los acontecimientos ya no se
saben cuáles hacen parte de la legalidad o de la ilegalidad, puesto que los
conceptos no son en sí mismos legales o ilegales, ni las entidades tampoco
pueden fungir como tal, pues al fin y al cabo son las actuaciones los que
definen la naturaleza legal o ilegal de las personas.
Esa pregunta clave que nadie quiere hacerse, pero
que cada día es más necesaria y urgente, se redacta así: señores y señoras
Uribe, Zuluaga, Santos, Cabal, Mendoza, Londoño, Timochenko y compañía, Bacrim
y compañía, Narcos y compañía, Paramilitares y compañía…
Todos ellos cobardes que disparan argumentos
guerreristas detrás de un micrófono, desde las páginas de un periódico o una
revista, desde los púlpitos religiosos ¿Presten a sus muchachitos para la
guerra, derecho a la igualdad por favor, que por una mísera vez sean ellos, los
que pisan una mina, sean chuzados, hagan parte de los listados de los falsos
positivos o sientan en sus oídos el rugido perverso de la motosierra y la
metralla? Pido disculpas públicas por pedir guerra para esos “buenos muchachos”.
Después de ese loable y patriótico préstamo al
país, imagino que la palabra impunidad podrá llamarse de otra manera:
reconocimiento y reparación de las víctimas, por ejemplo. El estribillo
sangriento del “ojo por ojo y diente por diente” podría empezar a desactivarse
a través de la justicia transicional y su contenido simbólico.
A la música transida de la venganza feroz se le
podían incorporar para siempre los conceptos civilistas de perdón y olvido. Y
seguramente el pájaro de la guerra a partir de ese mágico instante abandone el
último reducto de barbarie que le quedaba en América latina.
Pero eso no bastaría de ninguna manera. Cuando
los hijos ajenos y los hijos de papi y mami no vayan a la guerra, cuando dejen
de ser el Mambrú de mis lecturas infantiles, entonces deben empezar las
terapias de choque que hagan desaparecer los pecados del Estado. Pecados que
por enraizados que estén deben ser menos costosos que la guerra, pecados
difíciles de desactivar pero que aspiramos dejen menos hijos ajenos en las
fosas comunes.
Pecados como la pavorosa e injustificada
desnutrición de nuestros niños, la ineficiencia del sistema de salud -que
produce tantos muertos como la guerra-, la escasa generación de empleos dignos,
la pésima educación pública, el degradante sesgo de los medios de comunicación
en favor de los poderosos… y lo demás: todos ellos problemas que sufren los
hijos ajenos, antes, en y después de ir a la guerra. Como los incansables
Mambrús de mi realidad…
Mambrú se fue a la guerra, que dolor, que dolor,
que pena. Mambrú se fue a la guerra, no sé cuándo vendrá…
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